A MI HIJO FRANCISCO EN EL DIA DE SU NACIMIENTO

Al escribir estas líneas regreso treinta años sobre mis pasos, al momento idéntico en que como tú, solo representaba una semilla que para hacerse árbol habría de enfrentar todos los mila­gros y miserias de la vida; solo que entonces un alma superior a la mía vaciaba su temor y su esperanza con verbo más sabio y espíritu mas profundo que el de tu padre.

Inútil sería pues intentar superar sus conceptos, sin embargo, llenado que está en la medida que me ha sido posible el cumplimiento de esa misión de hombre que mi padre me impuso, he de invertir tos tiempos para que a tu vez lo hagas cuando la vida ponga ante ti la inconmensurable maravilla de la paternidad, con lo que quiero enseñarte que para iniciar el conocimiento de ti mismo, en cuya búsqueda es a veces insuficiente toda la existencia, debes indagar desde la raíz que constituye todo el cúmulo de los ancestros, pues en muchas ocasiones encontrarás ­en tu voz palabras que te serán extrañas y emociones que no comprenderás; cuando ello suceda, viaja hacia adentro y tal vez encuentres en lo ignorado a tus padres, tus abuelos, o al­guna de aquellas gentes que te legaron su sangre y que han tornado a la eternidad del polvo.

Quisiera que el futuro me permita acompañarte en ese salto co­losal que supone abandonar la cuna, para robar en actitud de reto la primera bocanada de aire a un mundo cuyo conocimiento­ empezarás entonces y sentir que con tu primer peso iniciarás ­el camino hacia el misterio. De serme concedido lo anterior, hemos de descubrir desde el conocimiento que me ha dado el vivir, que no el talento, todas las caídas para que las evites, todos ­los yerros para que los adviertas, sin que con ello pretenda - imponerte un ritmo, tal vez contrario al corazón, que pasados los días de la inconciencia será el dinamo que impulsará al ser a campear por su respeto individual.

Podría decirte tanto sobre el libro siempre inconcluso que cada hombre escribe en el diario devenir, pero solo te esbozaré­ las virtudes sobresalientes de la virilidad. En muchas circunstancias la disyuntiva de inclinarte en una actitud muy humana por nuestra debilidad, para eludir o mitigar al menos las heridas físicas o morales, o erguirte a pesar de las consecuencias y el ­dolor; cuando tal sea el delta de tu conducta, escoge el segundo­ camino, pues no existe más gloria que aunque caído se conserve la antorcha que la razón puso en la mano, ya que lo más importante no es el obtener al precio de aniquilar la dignidad, el aplauso o la justificación disculpada en la prudencia, cuando ésta sólo es­ el disfraz de la cobardía; porque lejos del juicio intrascendente para lo interno de la multitud ajena al equilibrio que la verdad ­supone, habrás de someterte al más inflexible de los jueces; tu conciencia y perdido el eco de un éxito falso o una lucha pusilá­nime, solo su voz reclamar a la honra muerta, pues siendo ésta el ­pedestal del alma, no admite menoscabo sino pérdida, ausencia, muerte.

Toma en cuenta lo anterior y atesóralo como la más preciada propiedad de la que emana la verdadera fortaleza, para que justifiques tu paso por el mundo y tén siempre pronta la razón y el pe­cho para prestar abrigo a quien más débil que tú, en cualquier medida se acoja a tu amparo o el azar atraviese en tu camino. Si vá a tí, defiéndelo con el tesón con que te defenderías a tí mismo;­si vá contra tí y te es posible, presérvalo de la derrota; si no,­ no te cebes en quien antes de la lid no es rival para tí, o lo tienes vencido, recordando siempre que la virtud es el justo equilibrio entre el exceso y el defecto y con ello obtendrás la abso­lución en el proceso de tu profundidad, pues recuerda que la luz­ de la corona de espinas del Crucificado alumbra el mundo por encima de todos las pasiones.

Concluyo con un deseo más, que seas feliz y que ante el ambivalente espejo diario, veas reflejada tu existencia en el adusto molde­ de la hombría.