EL PORQUE DE LAS LETRAS

Esto de escribir es una semilla que mi padre sembró temprano en nosotros. Unos la regamos y creció, otros la llevan dormida esperando el milagro del agua, líquido amniótico en el útero de la tierra.

Las primeras palabras de mi padre trascendidas al papel de que tengo memoria, las manuscribió en un álbum, tan común en los tiempos en que nos tocó arribar a este mundo, donde se registraban vivencias, anécdotas, genialidades del vástago , fotografías del protagonista y sus ancestros. Eran tiempos de sencilléz; casi ninguna casa tenía alcoba para automóviles. La televisión no envenenaba con su prosaicismo, ni asesinaba la inocencia de la niñéz con la cotidiana pornografía. Un disfrute era por las noches, en la confidencia de la semiobscuridad, reunida la familia escuchar el radio con aquellas novelas que hoy serian materia de estudio para la sección maternal, y gozar con las voces y la música que por entonces diferenciaban, sin posibilidad de confusión los sexos; o deambular en los libros con el gusto hoy casi en desuso de la lectura.

Años después, con alguna conciencia robada a los deberes o la diversión, empecé a hilar palabras asombrado por la música de la rima al leer poetas que en viejos libros me represento mi progenitor, y en una ocasión, escribimos al alimón el poema Tangamanga, caminando juntos en los senderos de las letras.

Me encontré también con que mi abuelo Delfín Noriega Díaz, vivió ese espacio etereo de la poesía, compartiendo el espacio y la hora con los clásicos romanos ya que fue huésped del Colegio Pío Latino en Roma, cuando la voz de su alma le conducía al sacerdocio después trasmutado por los espacios rústicos. De ahí nace “el poeta y su lira”, creación festejada por su intimo amigo, aquel Ipandro Acaico, que los profanos del Parnaso llamaron Ignacio Montes de Oca y Obregón.

Así, nace esa tradición que con gusto he retomado, de que cuando el milagro de la vida me ha enriquecido con mis hijos y mis nietos, quede constancia de que mi corazón y mi espíritu han acudido a recibirlos, atónito ante su propia maravilla, solo posible en la generosidad de Dios.